Patear cabezas de ciegos alrededor, de los que no te querían ver, hasta que sangren de tu aroma, de tu piel. Vos enseñabas que había un mundo más grande que una naranja para recorrer. Coincidíamos. Un día coincidimos. La noche se llenaba de risas, cuando este submundo dormía y nosotros abríamos una puerta a algún otro allá, que ahora no se dónde queda.
Nada era, no se de qué colores, de qué tamaños, no se qué existía porque con mirarte alcanzaba. Si caminábamos juntos, era suficiente una burbuja. Una caja de zapatos en donde estar en paz. La gente asfixiaba y reírnos nos costaba poco. Tus canciones siempre que era de noche hacían llorar a las paredes – yo salía corriendo a llorar conmigo para que no me veas – y vos nunca me confiabas en dónde te estabas soñando.
Correr saltando los atajos de los asfaltos mojados parecía una revolución de inocentes revelados. Salpicarse los pantalones y sentir que nadie lo hacía tan alto era poco más que tener el cielo agarrado con una caña de pescar. Arrancar flores de los jardines era como acostarse en una nube a soñar. No había más luz que la que dabas cuando no te ardía el cuerpo. Había lineas más tristes para hacer un cuento que para vivir.
Escribo ahora sin números, tenías razón en no confiar en las cosas que soñé por obligación. Yo que quería construir con cemento un funeral de mi vida. Contar las mentiras de mis dedos, calcular el instante perfecto de sentir. Piedra libre detrás de tus ojos. Ganaste. ¿Sabrás? Ahora... Cuántos días más sin mi. Mil ya me parece demasiado. No quiero jugar más.
Hay un par de ojos negros en el fondo, que no se borran del paisaje urbano prosaico jamás, ojos que me van llevando a un perfecto laberinto de jueves sin vos y noches sin música. Es un horizonte barato de este sinsentido lugar donde perecen las alas cada día un poco más. Hay una risa que impune atraviesa el silencio de las noches dormidas, ahora sin ansias. Ahora sin rencor.
Ahora sin mí.